Primero fueron la tracción hidráulica y los sistemas de producción a vapor. Cien años después, Henry Ford introdujo la cadena de montaje. Las industrias químicas y eléctricas hicieron su parte en la segunda etapa de revolución industrial. Finalmente, declarada en 2006 por Jeremy Rifkin, la “revolución de la inteligencia”, fue iniciada por las energías renovables en conjunto con las tecnologías de la información y las comunicaciones (TIC), en un proceso en el que internet tuvo un rol central. Las diferentes revoluciones industriales otorgaron capacidades productivas, comunicación y productos masivos al mundo, además de cambios disruptivos y una reestructuración de las sociedades.
En su libro “La cuarta revolución industrial”, el profesor Klaus Schwab, fundador del Foro Económico Mundial, postula el próximo cambio paradigmático en la historia mundial, que transformará el modo en que nos relacionamos, cómo vivimos y, por supuesto, cómo y dónde trabajamos. La cuarta revolución industrial que describe Schwab se caracteriza por la fusión de las nuevas tecnologías con el mundo físico, el digital y el biológico. Tiene la capacidad de conectar a miles de personas entre sí en cualquier momento, puede mejorar la eficiencia de cualquier organización y a la vez potenciar el cuidado del medioambiente, algo que las revoluciones anteriores no han tenido en cuenta.
Esta cuarta revolución industrial estuvo en el centro del debate de la edición 2016 del Foro de Davos, bajo el lema “Cómo dominar la cuarta revolución industrial”, ya que si bien los beneficios potenciales de esta nueva instancia de la humanidad pueden ser muchos, un poder disruptivo como ese puede conllevar una gran cantidad de perjuicios para las sociedades, si no hay una conciencia sobre los peligros que contiene.
Una famosa predicción del economista John Maynard Keynes afirmaba que para el año 2030 todos estaremos trabajando solo tres horas por día, mientras que los robots harán el resto del trabajo. En sintonía con la problemática debatida en el Foro Económico Mundial, vale la pena analizar por lo menos dos interrogantes que genera esta predicción.
Por un lado, cabe preguntarse qué sucedería con el componente de realización que debería producir el trabajo. ¿No es el trabajar la señal de dignidad del hombre y de la mujer? La visión de Keynes, en la cual habría un tiempo de ocio considerable para las personas, de alguna forma niega esta visión, además de crear la figura de los “overearners”, término acuñado actualmente para designar a aquellos que, incluso a costa de su propia felicidad, buscarían trabajar más y ganar desmedidamente.
Sin embargo, hay otro interrogante, mucho más acuciante, que deriva de la predicción de Keynes, que tiene que ver con la pérdida de puestos de trabajo a manos de la tecnología y la inteligencia artificial (IA). Un informe del Banco Mundial indica que la Argentina es el país con mayor riesgo de ver sus empleos reemplazados por máquinas. Esta es una creciente preocupación en el mundo. Otro informe reciente predice que se perderán siete millones de puestos de trabajo para el año 2020, mientras que se crearán solo 2 millones de puestos nuevos como producto del cambio tecnológico.
Todas las instancias de las revoluciones industriales han impactado en el trabajo. A modo de ejemplo, desde el 1900 a 1970, los Estados Unidos han visto como su fuerza de trabajo agropecuaria pasaba de un 41% a un 4% (hoy es de apenas el 2%), como resultado de los avances tecnológicos e industriales sucesivos y su impacto en los comportamientos sociales.
Con estos antecedentes en mente, resulta imprescindible poner manos a la obra para formar a la fuerza de trabajo y dotarla de nuevas habilidades y capacidades, con el fin de que las personas trabajen junto a las máquinas, en lugar de ser reemplazadas por ellas.